viernes, 21 de septiembre de 2007

La pasión de Ana

Se despertó un día muy enojada, armó una valija y le comunicó a sus padres que se iba.

En esta familia nadie me escucha, le dijo a su mamá, con el gorro puesto y una bufanda roja que llegaba hasta el piso. La mamá no la detuvo. Al contrario, la acompañó hasta la estación de tren más cercana y esperó el tiempo necesario para que se arrepintiera y pidiera upa. De ahí que busco una estrategia distinta para hacer lo que más quería y no se animaba. Tenía casi cuatro años. Regresaron a la casa y ahí estaba su padre. Sereno como de costumbre. Había una partitura acaparando su atención. Esa noche era el gran concierto y todavía no se sentía preparado. Don Luís, el Maestro Luís Berlioz director de la Orquesta Filarmónica de la Capital se sentía como un novato a esas horas. Los nervios le estaban comiendo el hígado (¿o era la úlcera?). Hacía como 15 años que dirigía la orquesta por la que habían pasado músicos que lograron el éxito, músicos que fracasaron y músicos que abandonaron “la pasión” como acostumbraba llamar a su profesión. Categorizaba a los músicos en este orden de prelación siempre. Exitosos, fracasados y desalmados. Cada fin de semana los desalmados hermanos de su padre hacían reuniones musicales, donde cada cual llevaba su repertorio, fijo y definido: a nadie se le hubiera ocurrido que el tío Eduardo cantara los guaranias que siempre entonaba la tía Celeste. ¡Sería un sacrilegio! Ana buscó un tema inédito en el repertorio musical y, en cuanto encontró un silencio, desde debajo de la mesa, entonó “Rosa, Rosa, tan maravillosa…” de principio a fin, con un solo error; en su boca la erre sonaba como una de. No hubo mayor ovación que algunos aplausos escuetos y una que otra risa de ternura de su madre. Pero Ana se sentía hechizada aún por la melodía mental de haberlo hecho. La guitarra como un objeto de deseo se dibujó después de la muerte de su abuelo Juan, un señor que se hizo “pituco” porque era lo que se esperaba de él como guitarrista de avanzada. Pero a sus nietos no les interesaba mucho el guaranias: solo se acercaron a las guitarras con la música progresiva. Don Juan Berlioz falleció de muerte natural. Tuvo una apacible vida sin mayores sobresaltos, así como sin mayores lujos.
Ana tendría como nueve años cuando su hermano mayor empezó a hacer punteos en su cuarto, y 10 cuando decidió imitarlo.

Cuatro años más tarde, bien precoz, sabía que lo suyo era el rock and roll. ¿Para qué ir a la escuela? La dictadura hacía las clases cada vez más pesadas, y no era para ella eso de levantarse temprano después de haber tocado en trasnoche. La dejó. Mamá estuvo de acuerdo. Todo estaría bien mientras ella hiciera lo que debía. Lo que quería. Quizá por esa confianza que había entre las dos, la única vez que sintió que la dictadura la amenazaba invocó su nombre. Un Falcon Verde casi la chupa al cruzar una avenida; le pidieron documentos, la querían “llevar”. Ella les dijo que primero debía pedirle permiso a su mamá. Según Ana, la vieron tan estúpida que la dejaron ir. Pasaron los años, las noches, los conciertos, las borracheras, las drogas y el fracaso. Todo alternado entre sintetizadores y llanto desahuciados de corazón partido. ¡De la música no se puede vivir! Muchas noche de anónimo sexo, le enseñaron a amar a la música más que a los hombres. Miles de imperdonables mentiras le enseñaron que lo suyo era la ruta. La idea de familia se iba desvaneciendo en sus veinte, dejando solo la efigie de esas tardes de guaranias de su casa paterna y el aroma de la cocina de su mamá. Durante años se dedicó con paciencia a las milanesas y a aceptar vehemente las decisiones de todos de irse a buscar su camino. Hasta quedarse completamente sola. Falleció una tarde de otoño. La encontraron sus hijos placidamente dormida recién al día siguiente. Creyeron que tan solo estaba cansada y no la querían molestar.

Cae el sol del día más frío del año, una luz perpendicular desgarra la monotonía de una semana de lluvia y Ana, con sus pasados treinta años, viaja medio dormida en la combi, pero pide chismes del mundo del rock nacional.

Está recostada sobre una ventanilla y el resto de los pasajeros se inclina hacia ella como un ramillete de alumnos en torno a la maestra con la mayor atención. Van en misión oficial, es decir, a tocar en un Centro Cultural del interior invitados por la municipalidad. Empiezan, en casual unísono a tararear un viejo tema de Zeppelín, dudando de que ésa sea la letra pero seguros de la música. Era para darse ánimo y para aplacar el mal humor de Ana, que cada tanto se impacientaba con el chofer, con los semáforos, con los hippies organizadores que pusieron un millón de carteles para anunciarla. Eran como estallidos de bengala, que se apagaban rápidamente, antes de que se note que había perdido la calma. Se delinea los ojos dibujando un punto en el centro, como si bajo cada párpado estuviera a punto de caer una lágrima negra. Es un efecto similar, aunque no negativo, a ese destello blanco que aparece en los ojos de los personajes del animé japonés. Un único detalle distinto que le da ese aire de muñeca distante.

Es una chica de elegancia sencilla que gusta de tomar café con leche con espumita cuando hay frío o un show inminente parece pedir a gritos un whisky.

Pero ella, muy a pesar de la fama, no cultiva el exceso… le teme. Tuvo que aprender a temerle para sobrevivir. La voz del exceso, asegura, se parece a la de la conciencia: implacable. Ana sabe decir que “no” por experiencia. Habiendo probado de todo, allí estaba, intacta antes del gran show. Teatro lleno, localidades agotadas. El único desborde que se permite a sí misma es cuando está tocando con delicia la guitarra, y no tiene que ver con las drogas. Mantiene el equilibrio, inalcanzable para tantos mortales, porque siempre estuvo ahí. Conoce la fama del rock desde muy pequeña y nunca se tentó por la mística del descontrol. Siempre la dejaron libre, su famoso padre no tuvo tiempo de enseñarle lo que se podía hacer y lo que no.

Ella eligió sola. Hizo un recorrido y eligió quedarse sola con su pasión corriendo por las venas.