Se despertó
un día muy enojada, armó una valija y le comunicó a sus padres que se iba. En
esta familia nadie me escucha, le dijo a su mamá, con el gorro puesto y una
bufanda roja que llegaba hasta el piso.
La mamá no
la detuvo. Al contrario, la acompañaba hasta la estación de tren más cercana y
espero el tiempo necesario para que se arrepintiera y pidiera upa. De ahí que
busco una estrategia distinta para hacer lo que más quería y no se animaba.
Tenía casi cuatro años.
Regresaron a
la casa y ahí estaba su padre. Sereno como de costumbre. Había una partitura
acaparando su atención. Esa noche era el gran concierto y todavía no se sentía
preparado.
El maestro
Don Luís, el
Maestro Luís Berlioz director de la Orquesta Filarmónica de la Capital se
sentía como un novato a estas horas. Los nervios le estaban comiendo el hígado
(¿o era la úlcera la que lo hacía?).
Hacía 15
años que dirigía la orquesta por la que habían pasado músicos que lograron el
éxito, músicos que abandonaron “la pasión” como acostumbraba llamar a su
profesión. Categorizaba a los músicos en este orden de prelación siempre.
Exitosos, fracasados y desalmados.
Desalmados
Cada fin de
semana los desalmados hermanos de su padre hacían reuniones musicales, donde
cada cual llevaba su repertorio, fijo y definido: a nadie se le hubiera ocurrido
que el tío Eduardo cantara los tangos que siempre entonaba la tía Celeste ¡Sería
un sacrilegio!
Sandra buscó
un tema inédito en el repertorio musical y, en cuanto encontró un silencio,
desde debajo de la mesa, entonó “Rosa, Rosa, tan maravillosa…” de principio a
fin, con un solo error; en su boca la erre sonaba como de.
No hubo
mayor ovación que algunos aplausos escuetos y una que otra risa de ternura de
su madre. Pero Sandra se sentía hechizada aún por la melodía mental de haber
hecho.
Objetivo de
deseo
La guitarra
como un objeto de deseo se dibujó después de la muerte de su abuelo Juan, un
señor que se hizo pituco porque era lo que se esperaba de él como guitarrista
de avanzada. Pero a sus nietos no les interesaba mucho el tango: solo se
acercaron a las guitarras con la música progresiva.
Don Juan
Berlioz falleció de muerte natural. Tuvo una apacible vida sin mayores
sobresaltos, sin mayores lujos.
Sandra
tendría como nueve años cuando su hermano mayor empezó a hacer punteos en su
cuarto, y 10 cuando decidió imitarlo. Cuatro años más tarde, bien precoz, sabía
que lo suyo era el rock and roll. ¿Para qué la escuela?
Dictadura
La dictadura
hacía las clases cada vez más pesadas, y no era para ella eso levantarse
temprano después de haber tocado en trasnoche. La dejó. Mamá estuvo de acuerdo.
Todo estaría bien mientras ella hiciera lo que debía.
Quizás por
esa confianza que había entre las dos, la única vez que sintió que la dictadura
la amenazaba invocó su nombre. Un Falcon Verde casi la chupa al cruzar una
avenida; le pidieron documentos, la querían llevar. Ella les dijo que primero
debía pedirle permiso a su mamá.
Según
Sandra, le vieron tan estúpida que la dejaron ir sin decir nada.
Amar la
música
Pasaron los
años, las noches, los conciertos, las borracheras, las drogas y el fracaso.
Todo alternado entre sintetizadores y llantos desahuciados de corazón partido.
Muchas
noches de anónimo sexo, le enseñaron a amar a la música más que a los hombres.
Miles de imperdonables mentiras le enseñaron que lo suyo era la ruta.
La idea de
familia se iba desvaneciendo en sus veinte, dejando solo la efigie de esas
tardes de tango de su casa paterna y el aroma de la cocina de su mamá.
La madre
Durante años
se dedicó con paciencia a las milanesas y a aparecer vehemente las decisiones
de todos de irse a buscar su camino. Hasta quedarse completamente sola.
Falleció una
tarde de otoño. La encontraron sus hijos plácidamente dormida recién al día
siguiente. Creyeron que tan solo estaba cansada y no la querían molestar.
Treinta
Cae el sol
del día más frío del año, una luz perpendicular desgarra la monotonía de una
semana de lluvia y Sandra, con sus pasados treinta años, viaja medio dormida en
la Kombi, pero pide chismes del mundo del rock a sus acompañantes.
Está
recostada sobre una ventanilla hacia ella como un ramillete de alumnos en torno
a la maestra con la mayor atención. Van en misión oficial, es decir, a tocaren
un Centro Cultural invitados por la municipalidad de una pequeña ciudad.
Empiezan, en
casual unísono a tararear un viejo Zeppelín, dudando de que ésa sea la letra
pero seguros de la música. Era para darse ánimo y para aplacar el mal humor de
Sandra, que cada tanto se impacientaba con el chofer, con los semáforos, con
los hippies que parecen los organizadores que pusieron un millón de carteles
para anunciarla. Eran como estallidos de bengala, que se apagaban rápidamente,
antes de que se note que había perdido la calma.
Se delinea
los ojos dibujando un punto en el centro, como si bajo cada párpado estuviera a
punto de caer una lágrima negra. Es un efecto similar, aunque no negativo, a
ese destello blanco que aparece en los ojos de los personajes del animé
japonés.
Un único
detalle distinto que le da ese aire de muñeca distante.
Excesos
Es una chica
de elegancia sencilla que gusta de tomar café con leche con espumita cuando el
frío o un show inminente parecen pedir a gritos un whisky. Pero ella, muy pesar
de la fama, no cultiva el exceso, le teme enormemente.
La voz del
exceso, asegura, se parece a la de la conciencia… implacable. Sandra sabe decir
que no por experiencia.
La fama
Habiendo
probado de todo, allí estaba, intacta antes del gran show. Teatro lleno,
localidades agotadas. El único desborde que se permite es cuando está tocando
con delicia la guitarra, y no tiene que ver con las drogas.
Mantiene el
equilibrio, inalcanzable para tantos mortales, porque siempre estuvo ahí.
Conoce la fama del rock desde muy pequeña y nunca se tentó por la mística del
descontrol. Siempre la dejaron libre, su famoso padre no tuvo tiempo de
enseñarle lo que se podía hacer y lo que no.
Ella eligió quedarse sola.